-Qué es para ti la poesía y cómo
la definirías.
-A partir de mediados de los 60,
exponer la poética parece obligado. Si por tal entendemos la reflexión
necesaria acerca de la propia poesía, confieso que, en mi caso, la escritura me
lleva continuamente a replantearme su origen, naturaleza, evolución, etc., e
incluso a cuestionarme como creador. Pero si, como al uso, se me pide una
especie de declaración programática, sólo puedo ofrecer escepticismo, sabiendo
de antemano que, entre las de su género, son sumamente escasas las que luego
responden a la realidad de los textos, convertidas en uno más, brillante y
conceptuoso, alejado de la escritura e inútil, en definitiva. Casi todos mis
libros, uno a uno, contienen reflexiones metapoéticas que, como corresponde,
más que ofrecer respuestas convincentes, formulan preguntas, ¿o no es la duda
acaso el combustible que mueve al arte?
-Cuéntanos cómo entraste a formar
parte de sus filas. Por qué te enamoraste de ella.
-Mi primera maestra fue mi madre.
Amaba la poesía y era devota del modernismo; de Rubén, sobre todo, cuyas obras
completas me recitaba o leía, en vez de cantarme nanas. Recuerdo aquel libro,
hermosísimo, que intenté sustraerle muchas veces, sin éxito. En él puede
decirse que aprendí a leer, motivado por la necesidad de acceder por mis
propios medios al tesoro estético que guardaba. Y tanto me caló, que decidí que
yo tenía que ser como aquel poeta y escribir versos tan hermosos como los
suyos. Así, no sé bien si inducido o abducido, entré en esta milicia literaria.
Lógicamente, no me lo planteé con seriedad hasta que estuve en Preu, ya a las
puertas de la Universidad, donde militaría, con Álvaro Salvador y otros poetas
jovencísimos, en el proyecto de una revista, Tragaluz, que tuvo una existencia
bastante efímera, a pesar del apoyo que entonces nos brindara don Federico
Mayor Zaragoza, a la sazón Rector Magnífico de la Universidad de Granada.